Julio Ortega
Las voces a ellas debidas
5 July, 2019
Mariela Dreyfus
(Lima, 1960). Gravedad. N.Y, Arte Poética Press, 2017
La veracidad inmediata de una conversación (esto es, menos confesional que íntima y más sobria que dramática) nos descubre en estos poemas como interlocutores tomados en serio; o sea, capaces de certeza. Si hubiese un Archivo de la palabra viva de las poetas del español, seguramente tendríamos un registro emotivo de la condición femenina, capaz de asignarnos un lugar en su mapa dialógico. Precisamente, intentando tomarle la palabra a Blanca Varela, propuse que su voz nos revela una verdad en carne propia.
Pero si ella escribió en la intemperie del lengua je, Mariela Dreyfus busca afincar en las palabras, que son la mutualidad de la que estamos hechos. Se diría que, en su caso, el poema es el lugar de construcción de una mutua certeza final. Desde la razón ardiente, Rocío Silva Santisteban elabora parábolas exacerbadas por su desgarro. Mientras que Carmen Ollé se subsume en la memoria del canto celebratorio. Magdalena Chocano, por su parte, cifra en el temblor del poema una pregunta reflexiva.
Victoria Guerrero hace del coloquio el espacio mutante del reconocimiento compartido. Y Ethel Barja, siguiendo la lección de Vallejo en Trilce, podría reescribirlo todo de nuevo, en el sentido contrario. Todas ellas (y son más) han intervenido el coloquio de la varia violencia peruana que ha tomado la plaza pública del habla. La feroz violencia de género tiene su matriz en la corrupción intrínsica del sistema y su lenguaje canalla. La poesía es la verdad compartida: contra el mal gobierno mejor lectura.
Mi hipótesis es que Dreyfus forja la autorización de una voz. El poema asume una voz aseverativa para decir más de lo que dice, como si la veracidad encendiera el ámbito de la comunicación entre nosotros. No pocas veces el discurso forja un lugar en la inteligencia mutua, esa revelación de nosotros mismos de cara a la verdad. De pronto, estas voces nos llaman, citados a dar cuenta de nuestra fe verbal. Por hábito, buscamos referencias a mano: un espacio social, una historia familiar, las afueras del poema.
Pero Mariela Dreyfus no se detiene en los escenarios, su escena desencadena el ingreso inmediato a la gravedad de su inquisición. Lo notable es que su indagación sea una pregunta por nosotros, por lo otro del nos. No sólo el lenguaje pregunta por el hablante, también la naturaleza, hecha verbo, pregunta por el relato latente del sentido en pena; de la penuria de todo en lo precario de uno. Nos queda, de esa zozobra, la protesta de los límites:
Cuervo de la tristeza y el insomnio:
sacude con tus alas el presagio
o aviéntame del pico
un cuerpo a qué aferrarme entre las piedras.
Silvia Goldman
(Montevideo, 1977). De los peces la sed. Chicago-Pandora Lobo Estepario ediciones. Chicago, 2018.
“Poesía vertical,” llama a ésta Sarli Mercado, con acierto, dado el precipitado verbal que acarrea un mundo discernido por su flujo trágico y vulnerado. A la pregunta de si se puede escribir poesía después de Auschwitz , la poeta asume que no es posible elegir porque el Campo mismo se abre en el lenguaje con su tinta de “leche negra”. Aunque este libro no se propone volver al horror, asume su linaje para rehacer el camino. Está hecho, por lo mismo, de preguntas desnudas: “cuánto dura un niño?/ ¿cuánto dura un niño en un poema?/ cuánto dura el niño que cae en el agua de este poema con hambre?”
Por ello, si la herencia del padre es la conciencia de la muerte, la herencia de la madre es la vida del hijo en el lenguaje:
Hoy no decimos el recuerdo
lo ponemos al lado de la ventanilla lo miramos de reojo y esperamos
el autito amarillo que se fue por la alcantarilla
(manos de hambre)
Esta escena del diálogo de la madre con su hijo, descuenta la historia para dejar que el lenguaje primero nos incluya y nos deje, después.
El exorcismo convoca conmiseración, piedad, con las criaturas que hoy migran en español, sobredocumentados. Por un lado, persiste la sombra de la historia; por otro, la viva lucidez del habla. En el diálogo de la madre y la hija la escena del origen se actualiza:
-mamá, ¿cómo se dice ausencia en el idioma de los muertos?
-se dice miedo a decir agua sin peces
Paul Celan acude de la mano de Vallejo para desplazar la es- cena del coloquio (la historia del sentido) y recobrar el escenario que el lenguaje es capaz de figurar:
ser Paul Celan
sobrevivir el diluvio de la madre
su cintura rodeada de silencios
sus dedos como velas apagándose
una vez mi hija se subió a mi silencio
tan chiquito era su cuerpo que el silencio era más grande
una vez mi silencio la puso en el lomo y la sacó a pasear
sólo para escuchar como se abría y se cerraba su corazón
como un acordeón cuando lo erizan
(…)
y mi hija se quedó en la cima del silencio
era la punta de un iceberg
y yo lo que se hundía
Sólo una palabra del exilio, podría disputar la razón ardiente del canto, capaz de dirimir la violencia de todo orden (exclusión, carencia, corrupción) que hoy devalúa nuestra lengua.
María Auxiliadora Álvarez
(Caracas, 1956). El silencio El lugar. Madrid, Del Centro Editores, 2018
Siempre me ha intrigado el exilio de los poetas venezolanos, ese costo del habla en cuya promesa vivían, mientras que en el extranjero no acababan de afincar porque el país originario se les acrecentaba. De modo que hoy viven y escriben desde la conversación que habitan. Juan Sánchez Peláez vivía en una tertulia deshilvanada, donde cada frase terminaba en pregunta, Guillermo Sucre nunca respondió una carta y mucho menos una llamada; me temo que encontraba sobrevalorada la conversación. Amaba a Borges pero no le perdonó haber escrito casi demasiado. Logró olvidar a los amigos, prescindir del diálogo, y dejó de publicar.
María Auxiliadora Álvarez, en cambio, vive rodeada del inglés, lo que le permite la gran libertad de pulir el canto como cifra de una edad del habla dorada, cuando todos los poetas creían en la palabra justa y en la justicia poética. En este claro, terso, intenso ciclo de versos rodeados de espacio y silencio, como si la página nos citara al diálogo de asombros mutuos, los versos flotan en esa nada que vencen, arribando de lejos y quedándose en la página como conjuros en los que el mundo y el lenguaje intercambian nombres como tributos:
Pero tú
(ave de memoria)
remontas la mirada:
bordeando
las altas del paisaje ramas
y las claras del verano nubes
Al final, la poeta no sólo acendra la escritura sino que recupera el habla, que late en la página como otra demanda, estoica y elegíaca, que pone a prueba los nombres en su clara lucidez.
Notable canto del exilio venezolano. que trabaja a favor del silencio, y nombra el luto profundo como un paisaje sostenido por las palabras justas.
Su obra es una hoja de ruta, páginas salvadas y voces devueltas que nos aguardan y hospedan.
María Auxiliadora Alvarez tendrá siempre la palabra. Contamos con ella, con el alba que oficia:
soy el lazarillo
de una pupila
incompetente:
ora subyugada (seca)
ora subyugante (viva)
Y el tiempo es una resta, de temblor y luto por su país perdido:
pájaros cayendo
hacen la noche