Andrea Ojeda

Andrea Ojeda

También tuvimos nuestra Cleo: Una reseña que no es reseña

17 February, 2019

Roma es un viaje a la infancia, nuestra infancia, la de los chilangos clasemedieros en la década de los setentas. Autobiográfica o no, se distingue de la nuestra tan solo en detalles: número de hijos, situación laboral y marital de los padres, colonia en la que vivían, coches que manejaban, cine de preferencia.

Lo que no la distingue son los recuerdos que presenta. Si el cine transmitiera olores, esta película estaría plagada de ellos: el patio, la calle, el cenicero del coche, el mar, la cocina, la lluvia, el jabón Zote, el Ajax bicloro, el shampú de Cleo… Roma es en blanco y negro, porque las memorias no tienen color. De cualquier forma, la cinematografía es lo que le da ese tono de remembranza, y esa calidez también.

Los colores se desvanecen con el tiempo, igual que los recuerdos. La casa es una figura central aquí, pero los únicos lugares que existen son por los que atraviesa Cleo. Nada tiene relevancia a menos que ella esté ahí. De la misma manera, no hay adultos a los que podamos verles las caras por mucho tiempo, tanto como para acordarnos después de cómo se ven; ni al papá que se va, ni a los doctores del IMSS, ni a los parientes con quienes pasan navidad.

En esta historia, pareciera que solo las mujeres en ella parecen tener un lugar predominante, y aún así, jamás vemos de cerca ni a la abuela, ni a la madre, ni a Adela -la otra empleada de la casa-, y solo brevemente a Fermín, el objeto del deseo de Cleo. A quien vemos siempre, como un sueño recurrente, es a Cleo, su caminar rápido y ligero, su incesante trabajar, su canto susurrado; Cleo y los niños, Cleo y el agua, Cleo y el sol, Cleo y el viento, Cleo temerosa, Cleo sola, Cleo constante.

Mi Cleo se llama Maria Susana, pero mientras fue mía (y uso este posesivo deliberadamente) se llamaba tan solo Maria, o Mari. Es del mismo pueblo de donde Yalitza Aparicio, la actriz que interpreta a Cleo, lo es también: Tlaxiaco. Dice mi mamá que cuando llegó a trabajar con nosotros, tenía solo 12 años, no traía zapatos y apenas hablaba español. De mi madre aprendió las labores domesticas y de su instinto lo demás. Apenas había estudiado pero era inteligentísima y trabajadora. Entramos al mismo tiempo a la escuela, yo en la mañana y ella en la tarde. La subieron dos grados de inmediato y así, sin faltar un día, sin dejar de hacerse cargo de nosotros y sin dejar de hacer sus tareas y trabajos, terminó la primaria, la secundaria y la prepa. Nos dejó cuando Coyoacán y mi casa le quedamos chiquitos y el prospecto de hacer una carrera era su meta a alcanzar. María era un bulldozer, fuerte, determinada, optimista, y nunca miró atrás. Pienso en ella constantemente y la he extrañado desde que tengo quince años.

 


                                                  Photo by Carlos Somonte

 

A la fecha si tengo que describirla, no sé cómo hacerlo. No fue nuestra “muchacha”, término por demás desdeñoso y clasista y que nunca me gustó, mucho menos nuestra “criada” (mi madre se ocupaba de obligarnos a hacer nuestro parte del trabajo doméstico también y nos jalaba las orejas si le pedíamos a María que hiciera cosas que nosotros podíamos hacer solos), que eso de sentirnos “señores” superiores era algo que no formaba parte de la hechura de mis padres. ¿Fue nuestra nana, tal vez?, quien nos cuidaba cuando mis papás salían, pues sí, pero era tan joven que la veíamos como compañera de juegos.

María fue ejemplo, una hermana mayor a quien me encantaba molestar y hacerle bromas, meterme a su cuarto a esculcar sus cosas y hojear sus revistas, observarla cuando se arreglaba, canturreando canciones de su ídolo, Roberto Carlos, mientras lo hacía. La observaba yo siempre, admirada, sus rasgos peculiares de la cara y su color acanelado (que años después aprendí en la escuela es a lo que llaman rasgos indígenas -incluyo aquí emoji girando los ojos-), su musculatura, sobre todo en sus brazos, las manos fuertes y ásperas al tacto por tantos callos, su pelo largo, negro y absolutamente brillante, que nunca llevaba suelto más que para salir los domingos. Era enorme, aunque sólo medía como un metro y medio. Me envolvía en mis cobijas como un taco por las mañanas cuando no quería salir de la cama y me decía “¡chusma, chusmita, ya levántate!”, o me atacaba a cosquillas hasta que me hacía llorar. Mi María era mi consciente y mi inconsciente, mi lupa y mi espejo, su brillante luz mi guía constante. Cuando se fue no sabía que no la volvería a ver, pero lo intuía. Ella todavía está por ahí, parte del mundo, dueña de su destino, feliz y realizada, espero con toda el alma. Pero cuando se fue, se me apagó algo para siempre, también.

Se ha dicho mucho sobre Roma, la película. Se ha criticado su romantización del servilismo, su apología de la dominación de clases. Vaya, que hasta les ha parecido pretencioso que sea en blanco y negro. Otros en cambio la ensalzan como la mejor película del siglo, que porque qué bien nos recuerda el pasado etc. Lo que creo que se pierde en este debate, es que Roma no pretende ser ni una cosa ni la otra; esta película es un encuentro personal con tu álbum de la niñez y algo que es notable, es que Alfonso Cuarón logra poner en imágenes movibles recuerdos que de otra manera son intangibles pero no por ello carentes de un peso emocional enorme. Nuestro corazón se forma en el útero de la madre, pero aprendemos a usarlo en la niñez. ¿De quién lo aprendemos?, esa es la historia de cada quién.

 

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Andrea Ojeda es miembro del consejo editorial de contratiempo, mujer indignada que desde niña, odió siempre el color rosa y la separación de los roles y los juguetes, los piropos no invitados y la falta de represen-tación de las mujeres en todos lados.