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La añoranza del regreso a un pasado que en el presente no existe

31 July, 2025

21 de julio de 2003. Llegamos por avión a lo que creí sería una experiencia temporal. No entendía aún la magnitud de una mudanza de país. Pensaba que regresaríamos a un México intacto, como si la vida pudiera ponerse en pausa. Pero cuatro años después, ese niño de 11 años que se fue, regresó con 15 a un país y a una situación completamente distinta. Con unos padres sin empleo y un ahorro en dólares que se desvanecía ante las dificultades de un regreso voluntario. 

22 de julio de 2007. Curiosamente, mi partida y regreso ocurrieron casi en las mismas fechas, pero la persona ya no era la misma. Me fui cargado de expectativas e ilusiones, en un viaje que parecía sencillo: un avión, mis padres, mis hermanos de 7 y 3 años y dos maletas para toda una familia. No sabía entonces que esas visas infantiles y adultas fueron fruto del esfuerzo titánico de mis padres, quienes vendieron todo lo que habían construido en 12 años de vida juntos. Redujeron su historia a 30 mil pesos mexicanos, cinco boletos de avión y una fe inquebrantable en Dios y en la posibilidad de una vida mejor a 2,971 kilómetros de distancia. 

Mi primer año en Estados Unidos empezó en Los Ángeles, California, tras un vuelo de cinco horas. Vivimos los cinco en un solo cuarto. Mi mamá, mis hermanos y yo dormíamos en el piso. Mi papá salía todos los días a buscar el pan para su familia. La inocencia de mis hermanos nos mantenía a flote, pero yo ya era consciente: escuchaba a mi mamá llorar por las noches, preocupada por un papá que no siempre podía volver a casa. Poco a poco, el velo de mi niñez se desvanecía y por primera vez en mi vida me sentía verdaderamente preocupado. No por tareas o juegos, sino por la posibilidad de que mi papá no regresara. 

La lucha por sobrevivir en un país ajeno nos unió como familia, pero también nos mostró que las dificultades podían ser mayores de lo que imaginábamos. 

Dos años después, las cosas habían cambiado. Vivíamos en una pequeña casa de dos recámaras. Aprendimos el idioma. El mediano, ahora de 9 años, se convirtió en alumno de honor, recibiendo incluso el premio del presidente por su excelencia académica. Yo, a los 13, descubrí los deportes: fútbol, béisbol, básquetbol, natación, waterpolo, fútbol americano… todo parecía posible. Mi madre se reinventó: vida de casa, clases de pintura, de italiano y un entorno suburbano en el que sus hijos podían andar en bicicleta y jugar en el parque sin miedo. Mi papá encontró trabajo como maestro de música y, por fin, fue valorado. Por primera vez en mucho tiempo, podíamos ver una película juntos en una misma recámara por gusto y no por necesidad. Ahora podíamos sentir que teníamos un hogar. Todos sabíamos que eso fue gracias al esfuerzo colectivo.

Pero dos años después llegó otro cambio. Un largo viaje por carretera marcó nuestra despedida de la vida que con tanto esfuerzo habíamos construido. Esta vez no regresamos con dos maletas, sino con una camioneta llena: diez cajas, cuatro años comprimidos en objetos. La primera vez partimos con incertidumbre, miedo y esperanza. Esta vez, con nostalgia, gratitud y amor por los recuerdos. En ambas ocasiones, las lágrimas estuvieron presentes, siempre con la duda latente de si estábamos tomando la decisión correcta.

15 de agosto de 2007. Empecé la escuela de nuevo. Esta vez en México, con uniforme, pensando en dos idiomas. Creía que regresar sería como retroceder en el tiempo, pero el tiempo no retrocede. Todo sigue, todo cambia. No me puedo bajar del tren. Otra escuela nueva, esta vez sin deportes, sin la comunidad que me levantaba. Pasé de un entorno suburbano a uno citadino, y ya no soy un niño a quien se protege, sino un adolescente que debe enfrentarse solo a una nueva vida académica, en un idioma que no usaba desde hacía cuatro años. 

Yo soy diferente. México es diferente. Mi casa es diferente. Todo ha cambiado. Pero mi familia sigue unida. 

Y mientras miro hacia el futuro, no puedo evitar preguntarme si seré capaz de afrontarlo… sin lágrimas en los ojos. 

 

Agradecimiento 

A mis padres, que siempre antepusieron a mis hermanos, a mí y a nuestra familia, actuando desde el amor y buscando siempre el bien común y familiar. Lo más importante siempre estuvo con nosotros: el amor y la familia.

 

 


Yael Martínez fue migrante indocumentado en Estados Unidos y aprendió que el desplazamiento no solo transforma el cuerpo, sino también el propósito. Es arquitecto, creador de contenido digital, activista. Hoy, vive en México con su esposa e hijo, trabajando desde lo cotidiano por un mundo más justo, digno y habitable para todos.