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Donde comen dos, comen tres: Comida, hospitalidad y migración en Chicago

7 November, 2024

Me encanta cocinar para otros. La mejor manera que conozco para solidificar una amistad naciente es invitarlos, sentarlos en mi mesa, y darles algo de comer que he hecho con mis propias manos. No se trata solo de la comida: limpio mi casa más a fondo, pongo la mesa, prendo velas, pienso no solo en un solo platillo sino en un menú que se adapte no solo a mis gustos o los de mi familia, sino a los de mi invitado. 

Alimentarse, al nivel puramente biológico, puede ser una propuesta arriesgada. Al introducir algo a mi cuerpo, esperando que me sustente, también me abro a la posibilidad de que me pueda dañar. Esta vulnerabilidad biológica también se extiende a las relaciones sociales que se forman alrededor de la comida. La mesa es uno de los primeros lugares dónde aprendemos lo que significa existir en comunidad: compartimos la mesa, las bandejas y la comida en ellas. La comida que compartimos fue preparada para coincidir con nuestros gustos, preferencias, o alergias, o es algo que debemos negociar con nuestro anfitrión al momento de llenar nuestros platos. Nos servimos porciones con un ojo al resto de los invitados: “¿Tienen suficientes papas, o me las puedo acabar?” “¿Necesitas que te pase los frijoles?” Es una negociación delicada que puede hacer visible diferencias en cultura, raza, edad, género y clase socioeconómica; una negociación que nos obliga, aún en una mesa abundante, a enfrentarnos a recursos limitados y el cómo distribuirlos. Igual que al prepararles comida, comer con alguien me pone en contacto directo con sus necesidades y deseos, colaborando así para llenar éstos junto con los míos. 

En su libro, Small Fires: An Epic in the Kitchen, Rebecca May Johnson escribe sobre esta interacción entre deseo y necesidad, restricción y abundancia desde el  punto de vista de una cocinera casera como yo, que está preparando una comida….bueno, una comida para ti. El “Tú” del que escribe es a la vez un “tú” específico”–hay secciones dónde aprendemos detalles biográficos o preferenciales—y un “tú” general, que describe con palabras prestadas de la poeta Anne Boyer:

“Aquel que es cada amado, que se constituye a través de diferencias y especie y la vida entera. es Eros y Caritas todos mezclados dentro de una palabra. También es el extranjero que cualquiera de nosotros podría ser.”

Johnson continúa:

“Tu eres el extranjero en mi puerta en mi mesa para quien cocinaré y el extranjero cuyos rechazos y placeres me enseñarán cómo comer y cómo cocinar una vez más, cómo amar una vez más.”

Y de repente estamos muy concretamente hablando sobre la comida, pero también estamos hablando sobre un área mucho más grande que el mantel almidonado. Estamos hablando del Extranjero en la Puerta, la abstracción filosófica y la realidad completa que llamamos “otro”, la persona que aparece en nuestro fogón necesitando algo de lo que quizás carecemos.  

En los momentos entre comidas, soy activista de inmigración, y paso mucho tiempo pensando en esta idea del “Tú”. Particularmente sobre lo que “Nosotros” (aún si, como Boyer también dice, este “Nosotros es una colectividad temblorosa y naciente y a veces vacilante”) le debemos a este “tú”–en mi caso específicamente definido como los migrantes de alrededor del mundo que se presentan en nuestra frontera buscando refugio, o mejor trabajo, o una manera de vivir libre del miedo. 

Durante el último año y medio, he atestiguado cómo mi ciudad, Chicago, ha intentando acomodar a los miles de inmigrantes recién llegados, traídos por autobús de la frontera entre Estados Unidos y México por el gobernador Greg Abbot. Caminar por Chicago se siente diferente de lo que fue hace un año. Yo vivo en un vecindario en el noroeste de la ciudad, aislado del transporte público, y sin embargo, afuera de la tienda donde compro comida para mi familia, normalmente hay dos madres y sus niños pidiendo comida y trabajo. Caminando en el Loop, pasas media docena de familias en solo unas cuadras, bebés abrigados contra el frío, pidiendo dinero y comida para llegar a mañana. En otras palabras: mi ciudad está llena de niños hambrientos y desalojados. 

La ciudad está esforzándose. Del lado del gobierno, hay albergues— una expansión de nuestro sistema existente para las personas sin hogar que han vivido en la ciudad por mucho tiempo—y también escuelas convertidas, YMCAs, K-Marts, centros comunitarios y más. Los ciudadanos también se han activado. Organizaciones existentes y nuevas, trabajando para alimentar y vestir y cuidar a los migrantes a un nivel hiperlocal— cuadra por cuadra, albergue por albergue. 

Sin embargo, esta ayuda incompleta y a veces problemática se ha topado con el resentimiento, comprensible, de ciertos ciudadanos. Temprano en el proceso, cuando la ciudad estaba buscando edificios dónde alojar a la gente, se encontraron escuelas cerradas en vecindarios sub financiados en el South Side de la ciudad. “Espera,” dijo el vecindario. “No había suficiente dinero o apoyo para asegurarse que la escuela permaneciera abierta, para mantener a nuestros niños en salones de clase que no estuvieran atiborrados, pero ¿de repente hay dinero para alojar a estos extranjeros?” Estos temores y resentimientos y el enojo son entendibles, aun si la manera racializada y xenofóbica en que a veces se expresaban no lo fueran. Habían estado comiendo sobras por años, les habían dicho que no había más, y un día vieron platillos nuevos saliendo de la cocina para huéspedes nuevos. 

Esto nos regresa a la pregunta de ¿quién se incluye en el “Tú”, por quién ponemos la mesa, quién es el “Nosotros” que la pone, quién tiene recursos, quién no, y cómo se deciden estos? Regresando mi  mesa de la cocina: las cenas que yo preparo ¿realmente han sido hechas por mis manos, o recibo ingredientes cosechados y empacados y destazados y cortados por las manos de docenas de extranjeros, la mayoría de ellos pagados inadecuadamente, sin protección del gobierno, algunos de ellos niños indocumentados? ¿Cómo puedo digerir estas realidades? ¿Puedo darle la bienvenida a mi mesa a otra persona bajo estas condiciones?  

En culturas que viven en tierras inhóspitas, el arte de darle la bienvenida al extranjero ha sido elevado a un imperativo moral. Cuando lo que queda fuera de la luz de tu fogón es hambre y muerte, abres las puertas, aguadas la sopa o pones más arroz.  De muchas maneras, estamos ahora viviendo en una tierra inhóspita. Los recursos se sienten escasos y precarios. Y aun así, tengo la habilidad de crear una fiesta, poner la mesa para muchos, hacer comidas que son expresiones de mi amor para la gente en mi vida. Esta habilidad viene, en cambio, con obligaciones. Tengo la responsabilidad de ver cómo puedo extender mi mesa, traer a otra gente a sentarse en ella, no solo para compartir lo que tengo, sino para mejor entender cómo sus necesidades, sus hambres, sus deseos, son diferentes que los míos; y para encontrar cómo vivir con ellos de todas maneras. Déjame, como dice Johnson, encontrar cómo tener placer en cocinar y comer otra vez, aprender cómo amar a través de esto, de alejarme de mi propia hambre cansada para llenar la barriga vacía de alguien más. 

 


Alejandra Oliva es ensayista y bordadora. Es autora del libro Rivermouth: A Chronicle of Language, Faith and Migration, y da clases de traducción. Este artículo apareció en inglés en la revista Presbyterian Outlook.