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En tiempos de violencias, el redoble de la lucha migrante por las Américas
12 November, 2024
Al cierre del primer cuarto del siglo XXI, lxs migrantes en tránsito por las Américas han adquirido una notable visibilidad en la agenda mediática y política continental. Reportajes que muestran sus extraordinarias travesías circulan en las redes sociales. Se trata de miles de adultxs, adolescentes y niñxs de diversas edades, clases, género, razas, pertenencias étnicas y nacionalidades provenientes de países empobrecidos y/o en conflicto interno localizados en América Latina y el Caribe, y en menor medida en África y Asia. Porque esos países ya no les garantizan condiciones de seguridad o vida digna, ellxs han sido forzadxs a abandonar sus lugares de residencia, migrando como estrategia última para salvar sus vidas.
Sin cumplir con exigentes visados, muchas veces sin pasaporte o documentos de identificación, esos migrantes del Sur Global irrumpen en los órdenes nacionales de países a los que no pertenecen. Así, cruzan fronteras o se quedan varados en ciudades fronterizas a la espera de recomenzar sus tránsitos. En una cadencia de movilidad e inmovilidad temporal recorren los corredores migratorios de las Américas. Siguiendo inimaginables periplos trans o intercontinentales –combinando rutas aéreas, marítimas, terrestres o fluviales– van por semanas, meses e incluso años buscando un lugar seguro donde vivir. Muchxs llevan uno, dos o hasta tres intentos en países sudamericanos. Pero dada la hiperprecarización y violencia local, han sido obligados a recomenzar sus travesías. La gran mayoría comparte un objetivo: a como dé lugar internarse en EE.UU., el mayor destino migratorio global y todavía el lugar anhelado que promete algún tipo de seguridad y garantía material para rehacer sus vidas.
En la medida en que esos tránsitos se han incrementado, el régimen de control fronterizo se ha reforzado regionalmente. Al redoble de presencia policial y militar fronteriza, se suman visados restrictivos, detenciones y deportaciones que no solo ocurren en EE. UU. sino que se han externalizado hasta México y ciertos países centro y sudamericanos para contener en ruta a esxs migrantes en tránsito. En lugar de que se redoblen los mecanismos de protección estatal para migrantes en tránsito, se ha reforzado el violento control en ruta. Por eso, ellxs han quedado confinados a la irregularidad y los caminos inhóspitos por los páramos andinos, la selva Amazónica o la del Darién, el océano Pacífico, el mar Caribe, el desierto de Sonora y tantas otras rutas terrestres agrestes donde el control a la movilidad migrante no solo está en manos de agentes estatales, sino de criminales, miembros de cárteles de droga, paramilitares, coyotes o policías coludidos. De hecho, esos corredores migratorios están plagados de violencias físicas, extorsiones, riesgo de violaciones, accidentes, desapariciones o muerte.
En su complejidad, los incesantes tránsitos migratorios no han sido necesariamente percibidos como lo que son: una irrupción de seres humanos que en movimiento luchan por sostener sus vidas. Todo lo contrario, el discurso estatal y mediático dominante los ha reducido a frías estadísticas, de manera racista los ha etiquetado como “invasores”, “ilegales”, “criminales”, como detonadores de “crisis” fronterizas, como “víctimas pasivas” de traficantes, o los ha definido como migraciones temporales extraordinarias que “desordenan” y amenazan las fronteras nacionales.
Esas etiquetas han justificado un deshumanizado giro antinmigrante. Desmontarlas es fundamental en un presente histórico donde el abierto reforzamiento racista y nacionalista –como efecto de la arremetida de la derecha y extrema derecha, ya en curso en el mundo– atenta contra las vidas migrantes. Se trata de un ejercicio de cambio de enfoque para comprender el rol histórico y presente que la lucha migrante ha tenido en nuestro continente. Y para ello me parece fundamental tomar en cuenta al menos tres elementos analíticos clave.
Primero, las migraciones contemporáneas no son un evento extraordinario del presente. La brutal colonización europea de nuestro continente supuso que británicos, españoles, portugueses, franceses y holandeses cruzaran el océano Atlántico, invadieran y despojaran violentamente las tierras de lxs indígenas americanxs, que millones de africanxs fueran secuestradxs, trasladadxs a las Américas y sometidxs por la fuerza a la esclavitud, y que millones de indígenas fueran sometidxs a exterminio genocida o a formas de trabajo coaccionado que incluían movimientos forzados intrarregionales. Con el tiempo, el colonialismo europeo también implicó el reclutamiento y movilidad forzada de al menos un millón de asiáticxs procedentes principalmente de China, el subcontinente indio, Japón, Java y Sri Lanka, quienes fueron transportadxs a las Américas. Al cierre del siglo XIX serían las grandes migraciones europeas las que llegarían a diversos destinos del continente huyendo de hambrunas o guerras. Y desde mediados del siglo XX, de manera sostenida, los desplazamientos sur-norte estarían protagonizados mayoritariamente por migrantes de América Latina y el Caribe. En gran medida éstos últimos como efecto de las políticas intervencionistas –económicas, políticas y militares– de EE. UU. que han tenido devastadores efectos regionales. Estas monumentales movilidades transcontinentales e intrarregionales históricas son las que han dado origen al espacio social de las Américas, un lugar marcado por la impronta del mestizaje e hibridación de identidades, culturas, razas, lenguas y religiones perdurables en el presente.
Esas movilidades también han cumplido un rol económico fundamental. Aquellas provenientes del Sur Global, por ejemplo, por lo menos desde mediados del siglo XX, han sido la mano de obra esencial que sostiene a EE.UU., la mayor economía del mundo, tanto como a los países de origen a través del envío de remesas e incluso a los países de tránsito, en tanto se configuran economías informales en torno a sus travesías y esperas en ruta. Lxs migrantes del Sur Global, forzados a abandonar sus países, que transitan entre la vida y la muerte y que viven irregularizados, con el riesgo latente de la deportación y que son explotados, resultan esenciales para sostener triplemente esas economías. Por eso, las migraciones, lejos de ser fenómenos extraordinarios que eventualmente cesarán, como las pinta el discurso dominante, son elementos constitutivos y constituyentes del sistema capitalista global y, consecuentemente, continental.
Segundo, aquello que sí es extraordinario es el redoble de control antinmigrante y racista que desde la década de 1990 se ha desplegado con el afán de abiertamente contener, incluso eliminar en ruta, selectivamente a migrantes que provienen del Sur Global. Ese régimen es el que produce la irregularidad migratoria, que criminaliza a lxs migrantes y los recluye a rutas altamente violentas. A mayor reforzamiento de medidas de control fronterizo, más irregularidad, más violencia y riesgo de muerte para la población migrante.
Por último, hay que dar cuenta del acelerado colapso de las condiciones de vida y la multiplicación de formas de violencia que fuerzan a millones de personas a ponerse en movimiento para salvar sus vidas. Según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (2024) en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, 60 millones de personas fueron forzadas a salir de sus países de origen; al 2023 fueron 120 millones, de los cuales el 40% eran niñxs. Esta es la cifra más alta de que se tiene registro.
Ese contexto no ha sido ajeno a las Américas. Quienes migran desde países del Caribe y América Latina escapan de contextos marcados por la violencia de la pobreza, la inestabilidad política, la violencia estatal y criminal o los conflictos armados. También huyen de la violencia patriarcal y riesgo de feminicidios, del racismo y la discriminación sexo-genérica, y de violentas disputas territoriales en torno a las economías extractivas. Quienes salen de países en África y Asia y llegan hasta las Américas, huyen de la devastación ecológica y la violencia de la pobreza, también de la guerra, la persecución política, religiosa, étnica y de género. Muchxs han solicitado refugio en los primeros países sudamericanos de acogida, mientras que otrxs han decidido transitar al norte en busca de ese refugio. En el contexto postpandémico, América Latina y el Caribe sigue siendo la región más desigual del mundo y la más violenta. Esto ha provocado el incremento sin precedentes de masivas migraciones de latinoamericanxs y caribeñxs y también de migrantes de países de África y Asia a EE. UU. y el sorprendente aumento de cruces por la selva del Darién, incluyendo a niñxs y adolescentes.
La lucha migrante por las Américas
¿Cómo interpretar entonces esos incesantes tránsitos por las Américas? Entenderlos solo como un tipo de migración que cruza fronteras de manera irregularizada resulta tremendamente simplista, a la par que refuerza el discurso estatal que justifica el redoble de control. Propongo comprenderlos como una forma de lucha social en movimiento que, desplegando estrategias de resistencia, sociales y digitales, irrumpe a través de las fronteras de las Américas para sostener sus vidas.
El término luchar deriva del latín luctari, que significa combate cuerpo-a-cuerpo. Migrar es luchar. Es emprender un desplazamiento espacial y temporal que implica resistir a violencias racistas estatales, sociales, fronterizas, tanto como a la violencia sistémica del capitalismo contemporáneo. Esas resistencias se despliegan a través de múltiples estrategias para alcanzar al menos un objetivo común: transformar condiciones de opresión vividas para recrear vidas vivibles.
En el acto de migrar hay efectivamente un combate cuerpo-a-cuerpo. Son adultxs y menores de edad en movimiento; son trayectorias de vida en ruta; son memorias sostenidas de generación en generación de migrantes; son acervos de conocimiento y pensamiento que circulan por el espacio digital y de migrante en migrante, son acumulaciones de emociones y sentidos que también se trasladan.
Migrar es la vida en lucha, en movimiento, defendiéndose. Es un combate de cuerpos que reconfiguran espacios de origen, tránsito y destino y que ocurre entre espacios digitales y físicos. Es una batalla de sujetos que asumen nuevas identidades; que adoptan nuevas lenguas y nuevos hogares en nuevos territorios sin importar las autorizaciones estatales. Esa lucha involucra a quien migra, a su familia, a su comunidad de origen, a la que se construye en el tránsito y en el destino. Migrar es batallar por subsistir entre dos latitudes, trabajando incansablemente. Es habitar entre lenguas, culturas, temporalidades; es convivir en la simultaneidad del aquí y el allá, con la doble pertenencia y la presencia siempre ausente en el lugar de origen. Es una resistencia diaria entre, por y a través de fronteras sociales, lingüísticas, legales y estatales.
Esas luchas migrantes pueden tomar formas públicas como huelgas y protestas callejeras o en centros de detención o caravanas migrantes, o formas más imperceptibles, presentes en la cotidianeidad, que incluyen el cuidado, solidaridad, la maternidad y paternidad virtual, el multitrabajo informal, cocinas y despensas comunitarias, entre tantas estrategias de subsistencia colaborativa. Son esas formas las que practican lxs migrantes para defender sus vidas.
Al cierre: multiplicar la voz migrante
En tiempos de violencias, centrar nuestra atención en quienes protagonizan las luchas migrantes y recoger sus testimonio es fundamental para desmontar el discurso dominante racista y antinmigrante, para retejer la historia del presente en movimiento y en resistencia en las Américas. Testimoniar ha sido parte de la tradición de lucha social latinoamericana. Desde mediados de los ochenta y a lo largo de los noventa poner la voz, testimoniar sobre las brutalidades de dictaduras, genocidios y guerras civiles centro y sudamericanas, desencadenó procesos de justicia y reparación estatal.
La voz migrante puede ser fuente para acumular evidencias de violaciones de derechos, para exigir a los responsables que respondan ante la violencia racista de la multiplicación de fronteras que atenta contra las vidas migrantes. Porque cada vez más violencias, desapariciones y muertes se acumulan en los corredores migratorios de las Américas, no podemos sino asumir una práctica de ser testigos políticos activos del presente que, junto con lxs migrantes, tejamos la memoria colectiva de su lucha como fundamento para procurar justicia. Su lucha no cesará, como no cesó la de nuestros ancestros, la de generaciones y generaciones de migrantes que con su movimiento migrante sostuvieron a países de origen, tránsito y destino. Hoy lxs migrantes del Sur Global mantendrán su movimiento, porque esa es la estrategia para sustentar sus vidas. Acompañar sus resistencias, recoger sus testimonios, registrarlos, escribirlos, visibilizarlos, circularlos para demandar justicia migrante transnacional contribuye a la necesaria multiplicación de la lucha migrante, una de las luchas sociales centrales de los violentos tiempos presentes.
Soledad Álvarez Velasco es antropóloga social y geógrafa humana. Trabaja en la Universidad de Illinois Chicago en los Departamentos de Antropología y Latin American / Latino Studies. Investiga la interrelación entre luchas migrantes, regímenes fronterizos y transformaciones espaciales en las Américas. Fue cocoordinadora de los proyectos digitales Mosaico Etnográfico de la Niñez Migrante en las Américas, e (In) Movilidad en las Américas. Es autora del libro Frontera sur chiapaneca: El muro humano de la violencia (México: CIESAS-UIA, 2016).