Marina Perezagua
Poeta Internacional: Marina Perezagua
28 March, 2024
IKEBANA
Cada semana me traía flores
que recogía de camino a casa,
ramas de azahares de los naranjos,
jazmines de las cercas del parque,
algún clavel de cualquier ventana vecina.
Yo las colocaba de una manera,
luego de otra que me parecía más estética,
hasta que quedaban, sin saber yo por qué,
en su justo lugar, como vivas otra vez.
Poco a poco me aficioné
al ancestral arreglo floral japonés:
Ikebana, la elección de flores, tallos y ramas
que se arreglan de acuerdo con el estado anímico,
con la estación del año,
con la alegría,
la nostalgia.
Solíamos madrugar para ir a coger pulpos,
yo esperaba suspendida bocabajo en la superficie,
oyendo mi respiración a través del tubo,
observando cómo él se acercaba al animal dormido,
hora temprana en la mar,
la cabeza reposada entre sus ocho patas,
él con un arpón en una mano, la linterna en la otra.
Me miraba por última vez antes de disparar,
tras el cristal acuático
parecía comunicarse desde un mundo más lógico.
Entonces disparaba entre los ojos del pulpo, justo ahí,
la piel de la presa, entre marrón y rosada, palidecía
de inmediato,
es el color desprevenido entre el sueño y la muerte.
Con un golpe de aletas bajaba un poco más,
una a una despegaba las ventosas de las rocas
y le veía subir con la captura en la mano,
los tentáculos desplegados por el empuje líquido del ascenso,
y me entregaba el pulpo como una enorme flor abierta,
ya del todo blanca.
Una vez me enfurecí,
una de esas veces
cuando se me encendía un bosque dentro,
en los pulmones, el páncreas,
todo en llamas, todo en rabia,
cogí el último pulpo que habíamos capturado,
salí de casa,
corrí a la calle y grité su nombre
para que viera con qué odio lo lanzaba
contra los adoquines.
Ahí tirado ya no parecía una flor, ni un pulpo,
sino un gran parásito agarrado
al abandono de un perro.
Sentí mucha pena, lo recogí del suelo,
volví con él a casa, lo lavé con mimo
y luego lo puse en un florero,
la cabeza en el fondo del agua,
los tentáculos desplegados fuera del cristal,
como exóticas flores colgantes
que coloqué de la forma que me pareció más serena.
Me senté a esperarle junto al jarrón:
miré esos ocho tallos blancos,
blanco es el color de las flores
que simbolizan el agua,
y que protegen contra los incendios dentro del hogar.
GOLDEN GATE BRIDGE
La mujer que se arrojó
por el puente de San Francisco
llevaba una nota en el bolsillo que decía:
«Si una sola persona me sonríe por el camino,
no me suicidaré».
Yo estoy tan apegada a la vida,
tan obsesivamente apegada,
que no necesito sonrisas de extraños que me salven,
que me agarren en el último instante
y detengan mi caída en el mar hecho cemento.
Sin embargo, hay algo en aquel bolsillo,
en aquella nota,
en aquella mujer o puente
que tiene que ver conmigo.
Hay algo que soy yo sacándome medusas de la boca,
hay algo que soy yo escribiendo orgasmos en el mástil lejano,
orgasmos truncados sólo por la ola de otro orgasmo imprevisto,
hay algo que soy yo-mujer-plancton
que ilumina el puente en las aguas de las costas sin infancia,
y aunque no necesito una sonrisa extraña que me salve,
si tú te tropiezas entre la arena y el mar,
si te detienes entre la puerta y nuestra cama,
hay algo que soy yo vértebra rota,
yo tendones perdidos,
yo a la deriva, a mi pesar,
sin nota, sin bolsillos,
yo mujer sin mujer siquiera,
hacia el puente dorado e indeciso.
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Marina Perezagua (España) es licenciada en Historia del Arte por la Universidad de Sevilla. Cursó su doctorado en Filología Hispánica En la Universidad Estatal de Nueva York. Es autora de las colecciones de relatos Criaturas abisales y Leche. Ha publicado tres novelas: Yoro, Don Quijote de Manhattan y Seis formas de morir en Texas (Anagrama). Recientemente ha publicado su primer poemario: Nana de la Medusa (Espasa). Sus textos han aparecido en diversas antologías y revistas literarias, tales como Granta, Jot Down, Carátula, Cuadernos Hispanoamericanos, Sibila, Ñ, Quimera, Renacimiento, Letras Libres, Anfibia. Ha sido traducida en nueve idiomas y es colaboradora habitual en El País.